lunes, 23 de septiembre de 2013

Duele admitirlo, pero aún te quiero.

Y ya nada volvió a ser como antes. Y, tú y yo, nosotros, volvimos a ser desconocidos, pero esta vez, desconocidos que, durante un tiempo, se conocieron (o se hirieron) muy bien. No me preguntes por qué o cómo, pero uno de los días más tristes de mi vida fue aquel en el que nos cruzamos y nos dimos dos besos, en lugar de uno. No sé si me explico. Que aquel día nos miramos a los ojos y, aunque sonreíamos, todo era maquillaje; una mera formalidad. Estábamos ausentes, cariño. Tan quemados, tan perdidos, tan con ganas de que alguien nos encontrase de nuevo. Y yo te hubiese dicho que aún te buscaba por las noches, que te necesitaba. Que aún ojalá un 'nosotros'. Pero por qué iba yo a decirte nada, si ya lo habíamos perdido todo. Todo, que se dice rápido, casi tan rápido como perdimos aquello. Y recuerdo cuando me decías que cuidado, que eras un precipicio, y que yo tenía tendencia a resbalar. A enamorarme, vamos. A caer, y con ese estilo que sólo tienen los poetas, es decir, hasta el fondo. Hasta lo insalvable, hasta todas esas ojeras que ya ni maquillarme puedo, porque hay cansancios, algunas heridas que marcan el brillo de los ojos. Qué más da o a quién  le importa que siga perdiendo en este no saber que hacer: si olvidarte o sangrar un poquito más, quizá con la esperanza de que termines volviendo y me digas al oído, muy bajito, que, como yo, nadie ha sabido escribirte, o quererte, o quizás romperte, mejor.

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